La desesperación
Adaptación de un poema atribuido a José de Espronceda
 
Me gusta una campiña de nieve tapizada,
de flores despojada, si fruto, sin verdor
ni pájaros que canten, ni sol haya que alumbre
y sólo se vislumbre la muerte alrededor.

Me gusta ver la bomba caer mansa del cielo
e inmóvil en el suelo, sin mecha al parecer
y luego embravecida que estalla y que se agita
y rayos mil vomita y muertos por doquier.

Me gusta que al Averno lleven a los mortales
y allí todos los males les hagan padecer
les abran las entrañas, les rasguen los tendones,
rompan sus corazones sin de ellos caso hacer.

Me gusta oír al uno pedir a voces vino
mientras que su vecino se cae en un rincón
y que otros ya borrachos, en trino desusado
canten al dios vendado impúdica canción.

Las voces y las risas, el juego, las botellas
en torno de las bellas, alegres apurar
y en su lascivas bocas, con voluptuoso halago,
un beso a cada trago alegres estampar.

Romper después las copas, los platos, las barajas
y abiertas las navajas buscando el corazón
oír luego los brindis mezclados con quejidos
que lanzan los heridos en llanto y confusión.

Que el trueno me despierte con su ronco estampido
y al mundo adormecido le haga estremecer,
que rayos cada instante caigan sobre él sin cuento,
que se hunda el firmamento me agrada mucho ver.

Me gusta un cementerio de muertos bien relleno
manando sangre y cieno que impida respirar
y allí un sepulturero de tétrica mirada,
con mano despiadada los cráneos machacar.

La llama de un incendio que corra devorando
y muertos apilando quisiera yo encender,
tostarse allí un anciano, volverse todo tea,
oír como vocea, qué gusto, qué placer.

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