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Esta es la historia de un sádico,
no nos importa quién es,
y de un hombre esposado a una cama
en la habitación de un motel.
Coge el látigo y tiemblan sus manos
y en el aire flota ese olor,
el olor del deseo, del sexo y del miedo,
del cuero empapado en sudor.
- Na, na,... -
Pega otra vez mi dueño y señor,
sabes que me sienta bien.
Qué difusa es la línea de división
entre el dolor y el placer.
Él acepta tarjeta de crédito
y también lo hace por diversión,
aunque lloren o griten, aunque le supliquen
él nunca tiene compasión.
Se codea con la aristocracia,
él ofrece un servicio especial,
hay entre los idiotas que lamen sus botas
ministros, un juez y un fiscal.
- Na, na,... -
Usa otra vez el encendedor,
hazme ampollas en la piel,
luego reviéntalas con un tenedor,
me oirás gritar de placer.
A veces se le va la mano...
No hay problema, descanse y amén,
que en el “súper” de abajo la carne picada
siempre se ha vendido muy bien.
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